J. dice que antes, cuando él era un crío y vivía en la calle, las Naciones Unidas eran “pi cool”. Ahora todo es diferente, incluidos los funcionarios onusianos que regresaron de nuevo con sus todoterrenos blancos y a los que ya de pequeño sorprendía con su carácter independiente y saber estar. “Todo cambia, la gente también”.
Cuando le conocí estaba inquieto por el inminente nacimiento de su primer hijo, J.J., y hasta que no vio con sus propios ojos que era niño no se quedó tranquilo. “Yo no me fío de las fotos”. El médico le permitió estar presente durante el parto y lo pasó fatal. Ahora está preocupado con la cuestión del bautizo, pero a su manera. “Me da igual quién lo haga. Yo creo en mi Dios y no necesito iglesias”.
Estudió en un colegio de UNICEF, habla correctamente el francés y chapurrea algo de español e inglés. Acaba de terminar un módulo de formación profesional en mecánica y electricidad pero no le conceden un microcrédito por no tener negocio propio. Quiere abrir un colmado en casa o comprarse una motocicleta y ser taxista. “Da igual, ya sé dónde están para cuando los necesite”. Mientras tanto por unos gourdes te pone un politono nuevo en el móvil o te encuentra una batería nueva para la Blackberry. “Ahora busco una para esta PSP”.
Quedamos siempre en domingo y nos pasamos la mañana hablando de nuestras cosas mientras desayunamos sopa de calabaza. La semana pasada le comenté que me trasladaba a Kosovo y decidimos celebrarlo con un último desayuno en el Hotel Kinam. El domingo me llamó al móvil y canceló el encuentro. “Mejor quédate en casa, ya sabes”.Foto: J.J., el enano de J.
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